dc.description | Desde los años de la adolescencia, en que por vez primera fui introducida en el mundo maravilloso de la poesía griega, el tema del ascenso se asocia en mi espíritu a la figura del gran Píndaro, quizás a través de la conocida metáfora de sus afamados «vuelos». Estos, en realidad, estrictamente hablando, nada tienen que ver con la elevación del alma hacia las esferas sublimes de lo divino, y no obstante, mostrando la inadaptabilidad del cantor a las normas corrientes del relato épico-lírico, atestiguan la potencia con que las imágenes míticas irrumpen en él en lo profundo, urgiéndolo hasta las más secretas fibras de su ser y obligándolo a arrojarse por encima de ellas, tras el ímpetu fogoso de su alma y de la realidad tal como se le presenta. El secreto de los «vuelos pindáricos» no es, pues, sino la adhesión incondicional del poeta al modo propio de las epifanías míticas, a su peculiar modulación y cadencia, a su agolparse galopante que deja sin aliento, borrando todo aquello que sabe a cotidianeidad y rutina, y obligándolo a cercenar cualquier tipo de inútiles muletillas que sólo castrarían la fuerza arrebatadora de la mostración de lo divino. Un mitologema brota del mitologema que lo precede y se enlaza al que lo sigue, circulando libremente en el cuerpo sonoro del relato mítico, desglosándose, fragmentándose, estrechándose al todo sin pausas innecesarias, cortando casi la respiración del que contempla o escucha. El despliegue de la estrofa pindárica y el andar del relato mítico son uno y el mismo: ambos proceden por saltos y elisiones, de la manera más parecida posible a los vuelos del alma que nos es consentido experimentar mientras estamos ligados a nuestra corporeidad. El mito devela, en Píndaro, de manera espléndida, su vinculación, o mejor, su coincidencia con la palabra originaria de la cual saca el nombre que lo identifica, aquella en que el ser se trasparenta en su esencia plena y ardiente, sin dejar en la opacidad del olvido ninguna zona inaccesible y secreta: es misterio sin velos, sustancia «formosa», linfa o savia vital. Cantor del mito, Píndaro se deshace de todo aquello que podría empañar en su cantar esa transparencia y se hace, todo él, vehículo de transmisión de esa palabra. Es «boca de vate» (aró|Lia pdvTEcog), y en él el puBog late y se hace vida. Con la fuerza de toda existencia real, el relato despliega en vuelo sus alas. El tantas veces repetido adjetivo homérico «alada», aplicado a la palabra, no es aquí un simple recurso retórico, ni obedece sólo a razones métricas. Se ajusta a una realidad intrínseca y concreta. El pu0og arcaico tiene alas. Píndaro asimila su voz a la naturaleza del ala, y su canto se libra en vuelo. Su propósito es traer a presencia, a modo de contrapunto de lo humano, la imagen viva de los dioses, o, más precisamente, de lo divino que en ellos se condensa y revela. | es-ES |